Comenzaron a dormir juntos por temor al frío. Aunque era
difícil de explicar, no se trataba ni de sexo ni de violencia, sólo trataban de
matar el frío de las noches sintiendo el calor de un cuerpo ajeno.
Por supuesto,
dadas las circunstancias, nunca hubo promesas de amor eterno. Tampoco sentían
la necesidad de enseñar al otro, mundos desconocidos ni cumplir con las fechas
indicadas por los grandes almacenes. Se conformaban con estar ahí, abrazados
cuando llegaba la noche, a la hora en que la soledad se apropiaba de las almas
sin compañía.
Así fue durante
todo el invierno y los meses de primavera, sintiéndose cada vez más unidos en
sus titiriteras, que para estas alturas ya necesitaban de besos y roces para
aplacarlos con efectividad.
Poco días antes
de la llegada del verán, el calor derritió todas las excusas que habían
inventado y la mujer, sin hacer un solo gesto ni dejar escapar un solo suspiro –aunque
los hubiera-, hizo su maleta y recogió el cepillo de dientes que tanto tiempo
había permanecido junto al de él.
Se despidieron
sin más, con un escueto: “hasta el próximo invierno” dicho, eso sí, entre
sonrisas melancólicas y miradas que pretendían ser indiferentes, ocultando lo
que realmente habían llegado a sentir.
Durante las
primeras semanas ambos intentaron provocar los encuentros fortuitos visitando lugares
habituales y quedando con amigos comunes con la esperanza de que unos les
llevara al otro, pero a pesar del frío que ambos sentían al verse, él nunca se
atrevió a contar lo ancha que resultaba ahora su cama, y ella no supo cómo
explicarle las noches de insomnio buscando su pecho para refugiarse del frío y
de la vida.
Ambos, está de
más decirlo, evitaron cualquier referencia al invierno, intentando transmitir
cierto estado de felicidad, creando en el otro sentimientos contrapuestos que les
provocaba escalofríos, pero esto tampoco se lo dijeron.
Una noche en
que la luna apretaba, él sintió un intenso frío y ella, que contaba con esa
intuición que tanto caracteriza a la mayoría de las mujeres, unas irresistibles
ganas de abrazarlo, y por eso, cuando el hombre dijo “ven”, ella ya lo había
rodeado con sus brazos, y fue tan fuerte e intenso el encuentro de ambos
cuerpos que sintieron como desde los pies a la cabeza el frío los invadía hasta
límites nunca antes vividos.
Los amigos de
uno o de otra no entendieron, como tampoco entendieron los científicos que
estudiaron el caso, y que no pudieron explicar cómo, en pleno mes de agosto, en
la noche más calurosa del año, dos personas murieran por congelación en medio
de la calle, y sonriendo.
Desconcertada me he quedado yo.
ResponderEliminar¿Se dieron tanto calor mútuo que se quedaron sin el necesario "propio" para vivir?, ¿No es prudente que lo demos todo al otro?, ¿No es suficiente nunca el calor que nos den para vivir a gusto porque necesitamos el nuestro propio?
Preguntas, preguntas, preguntas.
Dudas, más dudas, y más dudas...
Besos
O simplemente eso de "ande yo caliente y ríase la gente", pero al revés.
ResponderEliminarSupongo que cuando hay algo que te une a alguien y quieres a ese alguien, eres capaz de encontrar siempre lo que te une más de lo que te separa, incluso en donde aparentemente no hay nada en común. Pero importante que te preguntes, pero más que te respondas a ti misma.
Un besote, como siempre, aunque no tan frío como en el cuento ;-)
Los dos conocemos a alguien que aún le brillan los ojos cuando la ve, sonriente y feliz, sin atreverse a preguntar si hay quien le haga el invierno más cálido, pero dispuesto a hacer más llevadero cada día, cada estación. Lo que daría por saber si sigue vacante el puesto que dejó, sin avisar, por otro calor repentino que no resultó ser lo que pensaba... Y todo eso, como antes, sin reconocerlo... Que ni se sepa, ni se sospeche ya es otro tema
ResponderEliminarNi puñetera idea, pero si tú que sabes quién soy lo aseguras...... ni mu. Por otra parte, se me ocurren tantos matices que estas no son horas para discernir.
ResponderEliminarBuena suerte y buenas noches. Un beso