Tres horas
de espera en aquella oficina del paro fue tiempo suficiente para repasar su
vida. Ella nunca había estado sin trabajo. Desde que terminó sus estudios de
económicas tuvo la suerte de entrar con un contrato de prácticas en una multinacional
en la que meses después le propusieron quedarse a trabajar. Desde la firma
hasta hoy habían pasado 22 años, 7 meses y 3 días.
Pasó de ser
la chica en prácticas a la máxima autoridad contable, cargo que ejerció durante
casi la mitad del tiempo. Hasta que las cosas empezaron a desmoronarse hacía
unos meses, para muchos era el ejemplo de la mujer triunfadora: Jefa en su
trabajo con un sueldo envidiable, pareja de un reputado doctor que dejó la
medicina pública para atender su consulta privada, madre de tres criaturas que
estudiaban en un colegio bilingüe, chalet en las afueras, cambio de coche cada
dos o tres años, inversiones en bolsa, vacaciones en la Rivera Maya,
escapaditas a cualquier capital de Europa, y un vestidor en el que se podía
jugar a la escondite. Una triunfadora.
Pero eso no
le iba a interesar al funcionario o funcionaria de turno. “Señorita, llevo más
de una hora esperando”, había espetado a una trabajadora de la oficina. “Pues
todavía le queda un rato. Si tiene prisa”, le contestó, “vuelva mañana más
temprano”.
Quizá fue
ese desplante, ese desabrimiento mostrado hacia ella lo que le hizo
recapacitar. Hasta ese momento era ella la que podía mostrarse cortante y seca,
la que tenía la última voz, la que disfrutaba cumpliendo con el deber de colocar
a cada uno en su sitio. Pero esta vez, después de tantos años, no le gustaba
estar al otro lado del mostrador siendo una más entre miles.
Hacía menos
de un mes que el director nacional la había llamado para decirle que era una
magnífica profesional, que nunca podrían pagarle el trabajo y la dedicación a
la empresa pero que los tiempos son los tiempos; las crisis, crisis; y que con
mucho dolor había que reconvertirse o morir, y que como no iban a morir la
reconversión pasaba por cerrar delegaciones y poner al personal en la calle.
Así, sin más. En la calle.
Como los
ciclistas con los tranvías, el golpe no lo vio venir. Pensó que hablaba de
empleados de tercer o cuarto nivel, quizá hasta de segundo, pero ella estaba
entre los primeros del primer nivel, ella era persona de confianza, era la jefa
de “las perras”, la que conocía todos los secretos, las cuentas, los
chanchullos fiscales… Ella estaba a salvo hasta que pasó el tranvía y la estampó
junto a los ciclistas que ya se había llevado por delante. “Tenemos que
prescindir de ti”, le dijo, “en Canarias sólo dejaremos un delegado y dos
personas que se encarguen del papeleo. Todo se resolverá desde Sevilla o desde
Madrid, veremos como quedan tras la restructuración”.
Fue tal el
golpe que no atinó a decir nada. ¿Qué podía decir? Lo primero que pensó fue que
no le costaría encontrar trabajo. Una mujer con su experiencia, su carisma y
sus contactos no necesitaba estar ahí.
Pero desde
ese día hasta hoy todo su mundo comenzaba a desmoronarse. La crisis había
acabado con gran parte de sus ahorros que en plena fiebre de inversiones
fáciles con mucho beneficio, había dejado enterrados en la bolsa. Ya hacía
cierto tiempo que la consulta de su marino no contaba con lista de espera,
realmente no contaba con lista ninguna, hasta el punto de que tuvo que
dedicarse a trabajar con seguros, sabiendo que estos apretarían cada vez más,
pero era imposible regresar a la pública tal y como estaban las cosas. Los
problemas económicos habían llevado a la pareja a ciertas tensiones y, por si
fuera poco, el próximo curso los niños debían de cambiar de colegio dadas las
condiciones, lo que había supuesto una ruptura generacional en casa, incluso la
mayor, que tenía previsto comenzar la carrera en Estados Unidos, tendría suerte
si conseguía entrar por nota en alguna de las facultades nacionales.
Pero lo que
más le había dolido era la respuesta de lo que hasta ahora eran sus amigos de
cenas lujosas en restaurantes exclusivos. Muchos ánimos, mucho “lo que
necesites”, mucho “cuenten con nosotros”, pero ni un solo vente a trabajar a mi
empresa, o “yo conozco a fulano y esto lo solucionamos en un rato”. De hecho,
incluso dejó de sonar el teléfono para cenas o fines de semana en el barco de
Zutano o Mengano.
Se convenció
de que era una mujer fuerte, que a su edad no iba a dejarse derrumbar, que aún
tenía vida por delante, que esto sólo era una cuestión de tiempo, y casi se
odió a sí misma cuando empezó a llorar.
Miró a su
alrededor y por primera vez se dio cuenta de que la gente que le rodeaba estaba
llena de historias, de proyectos frustrados, que otras muchas y otros muchos se
sentían tan perdidos como ella, y pensó cuántas veces ella había pasado de esas
mismas miradas y de todos esos rostros.
En ello estaba
cuando en el “turnomatic” saltó su número. Se acercó a la mesa correspondiente
y trató de ser cortés, pero el trabajador de la oficina de desempleo rellenó su
ficha sin siquiera mirarle a la cara, tal y como tantas veces había hecho ella.
Hola, hola,
ResponderEliminarA mi esta historia me transporta al mundo sanitario y a aquellas circunstancias en que los usuarios son tratados como cosas a las que no se tiene en cuenta. Personas sin derecho a conocer lo que les ocurre y el alcance de lo que les está pasando. A los que no se escucha y ni siquiera se da la ocasión de decidir qué hacer una vez conocidas las posibles opciones: pruebas diagnósticas, tratamientos...
Cuando un sanitario se ha visto en el papel de usuario, al que a veces ni se mira a los ojos, es cuando alcanza a entender lo que es estar en ese otro lado, donde estás indefenso y expuesto a lo que otros decidan hacer sobre su proceso. Es, como no, impactante y decepcionante.
No digo que como norma este sea el comportamiento habitual, no, pero estas cosas ocurren muy a menudo.
En fin, a veces, sólo cuando tomamos una cucharada de nuestra propia medicina, caemos en la cuenta de ciertas cosas.
Besos
Gabriela
Buenas de nuevo, señorita.
ResponderEliminarLo gracioso del asunto es que nos olvidamos con una facilidad terrible lo fácil que es verse en el otro lado y olvidarnos que somos también origen de la situación.
A mí, una de las cosas que más me alucinan es cuando vas a una sede administrativa y alguien te atiende con amabilidad y sonrisa. Yo no sé si le pasa a más gente, pero personalmente me nace un sentimiento de gratitud terrible. Llegas a un sitio en dónde temes estar completamente perdido entre papeles y te encuentras con que alguien que te podía hacer el día imposible, te sonríe, te ayuda, arroja luz a tu oscuridad y lo hace encantado. Cuando eso pasa, mi pregunta es siempre la misma, ¿qué cuesta trabajar así?¿Por qué no hacemos la vida más fácil?
Igual deberíamos crear una asociación de gente enrollada, que lleven un distintivo en la solapa y cuyo único compromiso es tratar a las personas como personas. ¿Funcionaría?
Un par de besos, por lo menos