sábado, 26 de marzo de 2011

Principio y fin

Cada fin de semana coincidían en el mismo local. Ambos eran conscientes de la existencia del otro. Sabían que estaban ahí pero nunca se dirigieron la palabra, ella porque prefería soñar a verse decepcionada por una realidad adversa; él, por temor, se preguntaba cada día qué podía aportar a quien podía aspirar a todo.
Con los años, las miradas se cruzaron tantas veces que se atrevieron a establecer guiños cómplices desde la distancia, incluso a sonreírse abiertamente si se cruzaban a la entrada o salida del local.
Si alguna vez uno de los dos faltaba, los ojos del otro no podían permanecer quietos intentando encontrar el rostro de ella o de él en cada cara, y ninguna conversación podía tener interés sin el bálsamo de su presencia.
Ambos comenzaron a sentirse atados a pesar de no haber hablado nunca, y sufrían auténticos celos por ciertas compañías, y la sangre hervía de impotencia cuando alguno bailaba agarrado a una cintura ajena.
Evidentemente, nada podían exigirse, ni pedirse, pero tanto por una parte como por otra comenzaron a ser conscientes de lo que sentían y, como los matrimonios que se quieren, procuraban no incomodarse contestando con monosílabos o cortando cualquier posible relación entre aquellas paredes repletas de luces, música y vasos a medio terminar.
Fue un lunes, día de la pareja en las salas de cine, cuando ambos coincidieron en la misma cola para ver la misma película. El saludo, sin beso, fue escueto y tímido, pero pudieron percibir la alegría del otro por aquel encuentro fortuito.
La coincidencia en la película les dio pie para entablar la primera conversación de su vida; y la película, la excusa para alargar el encuentro en un restaurante cercano. La hora, aún temprana, fue el argumento para tomar la primera copa; y el silencio, el motivo de que se pusieran a hablar de sus vidas; y una miga junto al labio de ella, justificó que se rompiera la distancia entre sus cuerpos, que por primera vez se tocaron.
Ya en la calle, el frío provocó que ella tiritara, y él, que era un caballero, le dejó su chaqueta y su abrazo. Ella, que era una dama, se dejó abrazar y supo acurrucarse entre su cuerpo y el brazo con que le ceñía la cintura.
Después, como si el cielo y el infierno hubieran decidido darse una tregua, el tiempo se paró mientras paseaban rumbo a ningún lugar.
“Mira que hace tiempo que soñaba con esto”, se atrevió a decir ella.
“Mira que hace tiempo que no soñaba”, se atrevió a responder él.
“Vente a casa”, dijo ella.
“Te quiero. Siempre te he querido”, dijo él.
Y mientras esperaban el ascensor, sus manos y sus labios no supieron estarse quietos, y se perdieron en un sinfín de abrazos y besos, y cuando la puerta del apartamento se cerró, cayeron todos los miedos, todas las faldas, todos los pantalones, las camisas…, y sólo hubo espacio para dos cuerpos y mil risas, para sus besos y sus miradas, para él y para ella.
Cuando el amor les llevo al sexo y el sexo a la extenuación, él le cubrió la espalda de besos y rayas sin sentido dibujadas con la punta de los dedos. Ella, se acomodó el pelo a un lado dejando a la vista toda su piel, desde la nuca hasta los pies.
Fue ahí cuando por primera vez, él vio el pequeño tatuaje que ella guardaba en la base de la cabeza. Se fijó y vio que eran dos letras griegas, la alpha y la omega, y comprendió que aquella espalda era, desde ese momento, su principio y su fin, y que nunca tendría otra historia que no se escribiera sobre aquella piel que ardía más que el fuego.

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