sábado, 5 de marzo de 2011

Garfio


Mi nombre es James Hook, capitán James Hook.
No siempre fui pirata, y no siempre he tenido que arrastrar este maldito garfio que me identifica por encima de todo lo que haga o diga.

Mi desdicha comenzó el día en que ella me dijo que lo nuestro sólo era posible en el país de “nunca jamás”, y juró que sólo me besaría en sueños.

Ella era la mujer más linda que había conocido, y aunque no lo fuera, desde la primera vez que la vi, mi corazón decidió quedarse con ella. Nunca me dio nada, siquiera esperanzas, aunque tuve la fortuna de recoger la servilleta que tiró a un cenicero después de limpiarse la boca y en donde quedaron grabados sus labios.

Así que abandoné mi trabajo de diplomático de carrera y gasté todo mi tiempo e invertí todo mi dinero en descubrir algún rincón del mundo en el que “nunca jamás” fuera posible.

Me enrolé en cualquier buque que viajara alrededor del planeta con el único objetivo de encontrar un lugar en el que mi amor fuera posible. Viajé tanto que de cocinero llegué a capitán. En esos años nunca la volví a ver, pero su rostro se me aparecía con cada sol y con cada luna, y sus labios en la servilleta me traían la boca que nunca quiso besarme.

No perdí la esperanza, y logré hallar un lugar casi tan bello como la mujer que amaba bajo la cortina de agua que forma las cataratas Victoria, al volcar la canoa en la que descendía el río Zambeze.

Para construir un palacio de madera contraté a un grupo de jóvenes que se hacían llamar Niños Perdidos, y que lideraba un joven caprichoso llamado Peter. Les enseñé aquel paraíso con la única condición de que me ayudaran a edificar un pequeño palacio de madera en el que vivir con mi amada y el barco en el que pudiera ir a buscarla.

Tarde comprendí que ellos sólo querían beber, bailar y comer, y que el apodo de Perdidos no hacía referencia a no encontrados sino a que ya no tenían remedio. Así que mientras llenaban mi paraíso de bolsas de papas, latas de cerveza y cartones de Telepizza, yo me afanaba en trabajar en mi barco y en palacio que estaba llamado a convertirse en nuestro hogar.

Trabajé tanto y tanto esfuerzo hice, que me destrocé la espalda, el sol me quemó la piel y mis manos se volvieron duras y ásperas.

Cuando ya estaba casi todo terminado, los Niños Perdidos vieron amenazado su modo de vida, y para evitar el éxito de mi plan capturaron a un cocodrilo que soltaron junto al barco.

Fue el último día antes de partir cuando, mientras me bañaba en el río, el cocodrilo intentó desayunarme, y aunque pude evitarlo, no tuve tiempo para recoger la ropa, que el reptil destrozó tragándose la servilleta que durante tantos años yo había conservado en el bolsillo interior de la chaqueta.

Intentando recuperarla perdí la mano y casi la vida. Para poder izar las velas y manejar el timón, fabriqué un garfio que ajusté al muñón y partí a la búsqueda de la única mujer que había amado.

Al llegar a puerto descubrí que la gente no sólo me miraba mal sino que huían de mí. Alquilé una habitación en un hostal y comprobé ante el espejo que mi imagen nada tenía que ver ya con la de aquel hombre que décadas atrás había partido en busca de un país que regalar a su amor.

Siento tanta vergüenza de mí que, incapaz de volver a Nunca Jamás por miedo a los niños y a los cocodrilos, permanezco encerrado en casa. Sólo salgo en Carnavales. La gente me felicita por el disfraz, lo que hace más grande mi herida. Esos días siempre la busco, y alguna vez la he visto perdida en el tumulto. Sigue siendo la más bella.

Sólo una vez me acerqué hasta ella. Le pregunté si se acordaba de mí. Me miró, sonrió y dijo: “Quizá mañana, cuando me recupere de la resaca”. Se limpió la boca con una servilleta y la dejó en un cenicero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario