martes, 26 de mayo de 2015

Sus ojos

Tardé más de 25 años en regresar a aquel lugar. Lo intenté miles de veces, pero siempre tuve miedo. A penas tenía 20 años cuando llegué por primera y única vez. Hasta ahora. Trataba de curar alguna contractura provocada por no recuerdo ya qué y, recomendado por no recuerdo ya quién, fui en busca de una tregua muscular que me devolviera a la normalidad.

Recuerdo haber dado todo tipo de explicaciones a una especie de galeno que, tras palparme la zona dolorida, me invitó a entrar en una habitación de tenue luz y olor a fragancias asiáticas mezcladas con eucalipto.

En el centro de la habitación: una camilla acolchada, cubierta por una tela que se me antojó de hilo, con un pequeño orificio que enseguida comprendí, tenía como función mantener la cabeza en una posición natural sin aplastarse la nariz ni la boca. A un lado, un pequeño mueble con unas pequeñas varitas como las de incienso de sándalo o pachulí, unos tubos de cremas perfectamente ordenados pero deformados por su uso, una pequeña palangana con agua y, en la parte baja, varias toallas del mismo color y perfectamente ordenadas como si las hubieran puesto para rodar un anuncio.

En la pared de enfrente, un pequeño adorno con características orientales servía para mantener una percha muy occidental de madera.

“Quítese la ropa, cuélguela, déjese sólo la ropa interior, y colóquese boca abajo sobre la camilla. Enseguida vendrán para darle el tratamiento”, me dijo el hombre en un tono amable pero rutinario antes de cerrar la puerta y dejarme solo en aquella penumbra de la habitación y de mi inocencia.

Con algo de dolor por la contractura, me descalcé, me quité la ropa, la coloqué en la percha y reburujé los calcetines metiéndolos en los zapatos. Me tumbé sobre la camilla y traté de encontrar sentido a la colocación de mis brazos que, animados por la gravedad, insistían en salirse de mi lado para quedar colgados, como lo hacen en las imágenes los de los ahogados.

En ese pensamiento me encontraba cuando la quietud del ambiente se modificó. “Hay una perturbación en la Fuerza”, pensé como si fuera un entendido jedy y me sonreí seguro de que mi rostro era invisible para quien hubiera entrado. Por unos instantes no tuve tampoco seguridad de que alguien más se encontrara en la habitación pues, si lo había, se había asegurado de hacerlo con la mayor discreción posible. Ni había pasos ni golpes ni respiración que pudiera oir más allá de la mía. A pesar de ello, la terrible sensación de que alguien o algo se movía por la habitación era tan real como debe ser el aliento de la muerte entre el penúltimo y el último suspiro.

En mis pensamientos descarté al médico. Era demasiado corpulento como para trasladarse con tanta delicadeza. Aún no había pensado en una segunda opción cuando, por el orificio donde había colocado la cabeza, observé unos pequeños pies descalzos que caminaban hacia el mueble de las cremas y las toallas.

Eran pies de mujer. Los dedos pequeños se adaptaban con total naturalidad a la madera del piso y unos perfectos tobillos dibujaban movimientos sencillos pero armónicos sobre el aire en cada paso. Un repentino olor a sándalo me trajo a la mente la imagen del incienso sobre el mueble, aunque por los movimientos debía haberlo depositado en una esquina de la habitación y, supuse, sobre el suelo.

Sus pequeños ñoños me sorprendieron en esas elucubraciones cuando se quedaron frente a mí, diría casi que mirándome. Recuerdo, como si hubiera sido esta misma mañana, cómo pasé de ese pensamiento casi infantil al total estremecimiento de mi cuerpo cuando, sin mediar palabra, sus manos se apoyaron sobre mis hombros y colocaron mis brazos que, incomprensiblemente, alcanzaron el punto de equilibrio perfecto que yo había estado buscando durante tanto tiempo. La respiración se me cortó por algo más que un instante. Eran las mismas manos que me habían tocado hacía 25 años.

Parecía imposible, pero media vida después reconocí el tacto de los dedos por su tibieza. Casi me insulté en silencio por no haberme dado cuenta desde el primer momento de que aquellos pies que me miraban eran los mismos que ya me habían mirado y que en todos estos años solo había olvidado por unos segundos.

¿Se acordaría de mí como yo de ella?¿Me habría reconocido solo con tocarme?¿Sentiría mi piel como la sintió aquella vez?

De todas las preguntas que hacían cola en mi cabeza, una me trajo al presente. ¿Cómo podía seguir igual 25 años después? Así que traté de seguir los pies y de fijarme en algún signo del paso del tiempo, pero no había ningún síntoma. Eran los mismos pies, los mismos dedos, la misma piel.

Volví a revivir el milagro que había ocurrido un cuarto de siglo antes. Como, quien no creía en el amor a primera vista, había sucumbido al amor al primer contacto; como, aquella habitación en penumbra, había sido el lugar de mayor claridad de mi historia; como, alguien que soñaba con su futuro, se quedaba anclado en un presente que nunca logró convertir en pasado.

En aquella ocasión el instinto me hizo volverme y descubrir lo que sería el rostro de la única mujer que he amado en mi vida. Ahora, sentía las mismas ganas que entonces, pero también el mismo miedo que me había impedido volver.

¿Cómo iba a regresar?¿Qué podía decirle o darle a la muchacha que me había dado todo sin pedirme nada?¿Cómo te presentas ante el amor de tu vida cuando el corazón se acelera y la sangre te hierve y las manos no responden y los pies te tiemblan?

Pero ya estaba allí. Ya había llegado y el destino me ponía a la misma mujer delante. Más viejo yo, pero por ella parecía no haber pasado el tiempo.

Fue así como el corazón empezó a bombear más fuerte, los músculos se contracturaron y la cabeza comenzó a pesar tanto que pensé que partiría la camilla.

“¿Se encuentra bien?”, -me dijo una voz conocida.

No pude evitarlo. Todo el valor que me había faltado se dio cita en ese momento para girarme y verle el rostro. El mismo pelo, el mismo cuello, la misma boca, las mismas orejas… pero no era ella.

Algo en su cara no cuadraba. No era ella. Algo fallaba en ese rostro que, además, me resultaba tremendamente familiar. Podría ser su hija. Tanto parecido lo justificaba, pero en aquella penumbra no lograba identificar cuál era esa pequeña diferencia, y sin embargo me recordaba a alguien diferente.

Quise preguntarle, pero cuando la miraba volvió a decir: “¿Se encuentra bien?”.

Supongo que no pude resistir la presión. Quizá la tensión era mucho mayor de la que creía. El caso es que me puse a llorar como un niño.

Me abrazó y me sentí realmente acogido. Puede que fuera solo un minuto, a lo mejor dos, pero para mí fue toda una eternidad. Regresé a los 20 y a los 10. Me di cuenta de como había desperdiciado mi vida, como había dejado que los temores y las inseguridades me alejaran de todo lo que hubiese dado sentido a los años vividos y los que estaba por vivir.

Por fin me tranquilicé. Me sentí en la obligación de explicarle que ella me recordaba a alguien, que por un momento me había hecho retroceder 25 años y le pedí disculpas.

“No te preocupes. Ahora te reconozco”, me dijo.

No me dio tiempo a decirle nada. Según terminó de hablar, apretó mis manos entre las suyas, me besó en la frente y salió.

¿Qué había querido decir? ¿Quizá se tratara de algún tipo de frase budista que tenía algún sentido oculto para mí? Quizá ese rostro que se me antojaba familiar ya lo había visto en algún otro lado. Quizá me estuviera equivocando y estuviera autosugestionado llevado más por las ganas que por la evidencia. Quizá.

Una vez me sentí con fuerzas me vestí, no sin dejar de pensar en todo lo que había pasado. Salí de la habitación y a punto estuve de preguntar por la chica que me había atendido, pero todo el valor que me asistió en la habitación ahora me abandonaba.

No pude sacarme a la muchacha de la cabeza, y como en un juego de "encuentra las siete diferencias", traté de averiguar qué era lo que las hacía tan distintas. Evidentemente no podía ser la misma mujer, pero todo en ella era igual salvo algo que no lograba identificar, algo que conocía pero no identificaba, algo que debía ser obvio, debía tenerlo delante, pero no lo veía.

Llegué a casa y me dispuse a darme una ducha para tratar de relajarme. La cabeza seguía girando, exigía una respuesta. Así que me miré fijamente al espejo como si el yo que se reflejaba pudiese darme una respuesta. Y por raro que parezca, así fue. El pequeño detalle que las distinguía, lo que me estaba volviendo casi loco y me resultaba tan familiar y a la vez tan difícil de identificar, era que la muchacha tenía los mismos ojos que su padre.

2 comentarios:

  1. Me ha impresionado el final, no me lo esperaba. Genial !!!
    Hace tiempo que te sigo, aunque ahora es cuando me atrevo a escribir.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Buenas noches.
      Perdona el retraso en contestar, pero la vida lleva un ritmo que no me quiere explicar ;-)
      Una suerte que haya gente como tú que siga este blog que no tiene más sentido que entretener y entretenerme. Y espero que no dejes de escribir. Saber que todavía puedo sorprender y que puedes sorprenderte es magnífico.
      Un abrazo grande.

      Eliminar