Despertares

Cada mañana que despierto junto a ella es un milagro. Ese brevísimo instante en el que el sueño comienza a retirarse y la consciencia se asoma al nuevo día, ese momento que no va más allá del segundo, llena todas las horas que están por venir si ella está al alcance de la  mano. Ese primer pensamiento: “Está aquí”, que no se dice con la boca pero se atrapa con las piernas y con los brazos, es un milagro.

El resto del día será mejor o peor. Quizá gris plomizo o blanco radiante. Pero como ese instante de “está aquí”, no hay nada.

Si ya es festivo o víspera de guardar, el segundo pasa a ser minutos, incluso horas. Nada como su calor, como su tacto, como su “hazme un huequito entre tus brazos”.

Cierto es que su pelo me hace cosquillas en la nariz o se me mete en la boca. Cierto, que hay tres o cuatro movimientos incómodos para encontrar el equilibrio de la comodidad. Cierto, que entre esa consciencia y volver a dormir sólo hay una cuestión de milésimas o centésimas o décimas, pero sin duda, es el mejor momento del día, es el lugar al que estás deseando volver.

Despertar junto a ella es un milagro, el único que Dios no puede permitirse. Y, sin embargo, el mejor.

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