martes, 28 de agosto de 2012

viernes, 24 de agosto de 2012

Pies de barro


Tres horas de espera en aquella oficina del paro fue tiempo suficiente para repasar su vida. Ella nunca había estado sin trabajo. Desde que terminó sus estudios de económicas tuvo la suerte de entrar con un contrato de prácticas en una multinacional en la que meses después le propusieron quedarse a trabajar. Desde la firma hasta hoy habían pasado 22 años, 7 meses y 3 días.

Pasó de ser la chica en prácticas a la máxima autoridad contable, cargo que ejerció durante casi la mitad del tiempo. Hasta que las cosas empezaron a desmoronarse hacía unos meses, para muchos era el ejemplo de la mujer triunfadora: Jefa en su trabajo con un sueldo envidiable, pareja de un reputado doctor que dejó la medicina pública para atender su consulta privada, madre de tres criaturas que estudiaban en un colegio bilingüe, chalet en las afueras, cambio de coche cada dos o tres años, inversiones en bolsa, vacaciones en la Rivera Maya, escapaditas a cualquier capital de Europa, y un vestidor en el que se podía jugar a la escondite. Una triunfadora.

Pero eso no le iba a interesar al funcionario o funcionaria de turno. “Señorita, llevo más de una hora esperando”, había espetado a una trabajadora de la oficina. “Pues todavía le queda un rato. Si tiene prisa”, le contestó, “vuelva mañana más temprano”.

Quizá fue ese desplante, ese desabrimiento mostrado hacia ella lo que le hizo recapacitar. Hasta ese momento era ella la que podía mostrarse cortante y seca, la que tenía la última voz, la que disfrutaba cumpliendo con el deber de colocar a cada uno en su sitio. Pero esta vez, después de tantos años, no le gustaba estar al otro lado del mostrador siendo una más entre miles.

Hacía menos de un mes que el director nacional la había llamado para decirle que era una magnífica profesional, que nunca podrían pagarle el trabajo y la dedicación a la empresa pero que los tiempos son los tiempos; las crisis, crisis; y que con mucho dolor había que reconvertirse o morir, y que como no iban a morir la reconversión pasaba por cerrar delegaciones y poner al personal en la calle. Así, sin más. En la calle.

Como los ciclistas con los tranvías, el golpe no lo vio venir. Pensó que hablaba de empleados de tercer o cuarto nivel, quizá hasta de segundo, pero ella estaba entre los primeros del primer nivel, ella era persona de confianza, era la jefa de “las perras”, la que conocía todos los secretos, las cuentas, los chanchullos fiscales… Ella estaba a salvo hasta que pasó el tranvía y la estampó junto a los ciclistas que ya se había llevado por delante. “Tenemos que prescindir de ti”, le dijo, “en Canarias sólo dejaremos un delegado y dos personas que se encarguen del papeleo. Todo se resolverá desde Sevilla o desde Madrid, veremos como quedan tras la restructuración”.

Fue tal el golpe que no atinó a decir nada. ¿Qué podía decir? Lo primero que pensó fue que no le costaría encontrar trabajo. Una mujer con su experiencia, su carisma y sus contactos no necesitaba estar ahí.

Pero desde ese día hasta hoy todo su mundo comenzaba a desmoronarse. La crisis había acabado con gran parte de sus ahorros que en plena fiebre de inversiones fáciles con mucho beneficio, había dejado enterrados en la bolsa. Ya hacía cierto tiempo que la consulta de su marino no contaba con lista de espera, realmente no contaba con lista ninguna, hasta el punto de que tuvo que dedicarse a trabajar con seguros, sabiendo que estos apretarían cada vez más, pero era imposible regresar a la pública tal y como estaban las cosas. Los problemas económicos habían llevado a la pareja a ciertas tensiones y, por si fuera poco, el próximo curso los niños debían de cambiar de colegio dadas las condiciones, lo que había supuesto una ruptura generacional en casa, incluso la mayor, que tenía previsto comenzar la carrera en Estados Unidos, tendría suerte si conseguía entrar por nota en alguna de las facultades nacionales.

Pero lo que más le había dolido era la respuesta de lo que hasta ahora eran sus amigos de cenas lujosas en restaurantes exclusivos. Muchos ánimos, mucho “lo que necesites”, mucho “cuenten con nosotros”, pero ni un solo vente a trabajar a mi empresa, o “yo conozco a fulano y esto lo solucionamos en un rato”. De hecho, incluso dejó de sonar el teléfono para cenas o fines de semana en el barco de Zutano o Mengano.

Se convenció de que era una mujer fuerte, que a su edad no iba a dejarse derrumbar, que aún tenía vida por delante, que esto sólo era una cuestión de tiempo, y casi se odió a sí misma cuando empezó a llorar.

Miró a su alrededor y por primera vez se dio cuenta de que la gente que le rodeaba estaba llena de historias, de proyectos frustrados, que otras muchas y otros muchos se sentían tan perdidos como ella, y pensó cuántas veces ella había pasado de esas mismas miradas y de todos esos rostros.
En ello estaba cuando en el “turnomatic” saltó su número. Se acercó a la mesa correspondiente y trató de ser cortés, pero el trabajador de la oficina de desempleo rellenó su ficha sin siquiera mirarle a la cara, tal y como tantas veces había hecho ella.

jueves, 16 de agosto de 2012

domingo, 12 de agosto de 2012

jueves, 9 de agosto de 2012

20.004 gracias

Pues esta mañana, al entrar al blog para comprobar si alguien había comentado algo y responderle, me he encontrado con la grata sorpresa de que ya se superan las 20.000 entradas, exactamente 20.004. Gracias por cada una de ellas y gracias especialmente a quienes siguen con cierta constancia estas líneas que se escriben con más afán que lucimiento.

Especialmente quiero darle las gracias a quien(es) leen esta página desde sitios tan lejanos como Alemania, Estados Unidos y Rusia, que según el registro estadístico del blog entran con una periodicidad que me anima a seguir con esto.

Por otra parte, y como es uso y costumbre cuando ocurren estas cosas, sería un buen momento para vernos quienes quieran y puedan. Una oportunidad podría ser el martes 14 de agosto, que en Vegueta (casco histórico de Las Palmas de Gran Canaria, para los de fuera de la Isla) se celebra una fiesta de fin de año en la que se pide ir vestido de blanco y negro. ¿Podemos?

Un beso a todos y todas y gracias, una vez más.

lunes, 6 de agosto de 2012

El pino


Durante demasiados años las condiciones le fueron precisas para crecer por encima de todos los demás árboles del bosque. No fue sólo una cuestión de suerte. Un biólogo con ganas de trascender en aquel espacio de la naturaleza plantó las semillas de pino en el mejor sitio y cuidó de él hasta que su copa sobrepasó la mayoría de los congéneres de su entorno.

No pasó mucho tiempo para que el pino se diera cuenta de que no había árbol más alto ni tronco más fuerte que el suyo. Sus ramas se extendían sobre todas las plantas que le rodeaban y su tamaño aumentaba llevándose a su paso todo lo que podía tener cerca.

Hartos de vivir bajo la sombra del pino y de sufrir las terribles consecuencias de la acides de la tierra que las grandes cantidades de pinocha provocaba, los representantes del bosque trataron de convencer al “gigante” de las consecuencias de su falta de respeto hacia los demás.

El pino, que para entonces ya medía más de 70 metros, casi ni escuchó sus voces, y las peticiones de convivencia las interpretó como quejas de unos insensatos incapaces de valorar la suerte que tenían de estar junto a él.

Las primeras consecuencias no se hicieron esperar: la cantidad de pinocha se multiplicó y él trató de seguir creciendo sin importarle las demás especies ni las el consumo de territorio que su enorme tamaño exigía.

El pino, cada vez más aislado ya que la inmensa capa de pinocha impedía que nada creciera en su entorno, decidió sólo mirar hacia arriba y persistir en su idea de crecer y crecer.

No le faltaba aduladores, especialmente hormigas, ardillas y algunas aves que buscaron entre sus ramas un lugar seguro donde anidar. Para el pino era suficiente compañía.

Una noche de agosto, la chispa de un cable de alta tensión que atravesaba el bosque prendió la pinocha seca que el pino iba acumulando bajo él. El viento y las altas temperaturas convirtieron aquellas hojas en pólvora, y en pocos minutos el tronco del pino se vio envuelto en llamas.

Las hormigas que le habían adulado durante tanto tiempo trataron de huir tronco arriba. Mejor suerte corrieron algunos de los pájaros, que si bien perdieron sus huevos, sus nidos y todo cuanto poseían, lograron salvar sus vidas.

El pino, que ya había decidido no mirar nunca más hacia abajo, empezó a oler el humo y a sentir el calor. “El bosque se quema. Ellos se lo habrán buscado”, se dijo a sí y trató de estirarse un poquito más para ganar altura.

viernes, 3 de agosto de 2012

La duda


“No seré yo quien te lo cuente”, me dijo antes de salir de la habitación dejando el eco de un portazo retumbando entre las paredes desconchadas. También oí la puerta de la calle cerrarse con la misma fuerza y sus pasos hasta el ascensor. La imaginé caminando por la acera hasta su coche y esperé mirando al techo que el motor del Toyota arrancara.
Tras unos segundos de silencio me levanté, caminé hasta la nevera y me prometí no pensar más en ello esa noche. Saqué una cerveza, la abrí y me senté frente al televisor pensando en qué tenía que haberle dicho para convencerla.
“Daba igual. Hiciera lo que hiciera ella tenía otro guión. Quería una pregunta porque tenía estudiada la respuesta”, traté de convencerme. 
Todo había comenzado hacía pocas semanas durante una cena con sus amigos sin mayores pretensiones que las de pasar el rato y tener un acercamento a un círculo de gente que yo aún desconocía, entre los comensales algunas de las caras me sonaban y con otras, sí que había logrado un cierto trato cercano, pero el conjunto, en su mayoría, estaba formado por antiguas compañeras y compañeros de universidad y sus parejas desconocidos para mí salvo por alguna referencia.
Todo estaba dentro de los parámetros de la normalidad. Hasta el punto de alcohol era previsible en estas circunstancias, y las permanentes referencias a anécdotas mil veces repetidas en estos reencuentros post-universitarios parecían guardar un orden establecido. Todo estaba escrito en la hoja de ruta. Todo menos el comentario de una de sus mejores amigas recordando el día en que ella, mi pareja, llegó a clase enamorada hasta los huesos, casi levitando, hablando de un joven profesor que había conocido en la biblioteca de la facultad.
Al parecer, el mengano destacaba por sus aptitudes físicas -su asignatura era, dentro del mundo de la gimnasia, “suelo”-. Capaz de hacer cientos de flexiones y abdominales, más fibroso que una caja de mueslis y tan alto como la luna, no necesitó poner sus encantos sobre la mesa de estudios, sólo le bastó un chiste para que cayera rendida a sus pies.
Cierto es que el tiempo pasó, que las cosas no fueron como esperaban y que de la juventud a la madurez los criterios y los valores cambian al menos de orden, especialmente algunos. El caso es que no llegó a más que un par de años de lujuria y desenfreno que se fueron frenando solos hasta que no hubo ni lujuria ni nada que frenar.
Yo, prudente, no quise preguntar ni hacer ningún comentario. Me negué a mostrarme como el típico curioso que desea conocer los detalles de anteriores relaciones, ni ante sus amigos y amigas ni ante ella, pero no pude evitar que ahí se quedara en un rincón de mi cabeza la pregunta.
Traté de restar importancia, pero cada vez que la miraba, cogidos de la mano intercambiábamos sonrisas, y la pregunta venía a mi mente, la duda se reflejaba en mis ojos. Y ella lo notó.
Tardamos cierto tiempo en despedirnos. Durante el trayecto a mi casa hablamos de banalidades que habían ocurrido durante la noche, nada trascendente. Pero al llegar a casa, tras quitarnos los abrigos y después de que me preguntara por décima vez qué me pasaba, no pude callar: “Dime”, le dije, “¿Cuál fue el chiste que te contó?”
Ella pensó que la estaba vacilando, que trataba de reírme por celos, pero la realidad es que me mataba de curiosidad saber qué chiste puede conquistar a una mujer.
Aún hoy no me lo ha contado, y cuando se habla de celos o de las cosas que influyen en la pareja, ella aprovecha siempre el mismo ejemplo. En un caso argumenta que pasé la noche de mal humor y después no fui capaz de reconocerlo y salí con una bobería; en el otro, mi cabezonería de no saber reconocer que me molestó que saliera con el hermano pequeño del David de Miguel Ángel. Yo escucho, callo y otorgo, porque sé que insistir en mi realidad es reafirmar la suya. Y la verdad es que tampoco eso me importaría si al menos supiera cuál era el chiste.