martes, 31 de enero de 2012

sábado, 21 de enero de 2012

La casita de la playa

Los conocí una mañana de no sé que mes. El sol trataba de escapar del horizonte y yo de un buen puñado de kilos de más que había ganado desde que terminé la universidad. Para ello, cada mañana hacía varios kilómetros por la costa, hollando la arena de una playa que cada día amanecía virgen.

Fue allí donde me los encontré tratando de construir una casa. Ambos, más jóvenes que yo, se habían casado hacía pocos días y se enamoraron del lugar hasta el punto de decidir que se quedarían a vivir allí para siempre.

“Tengan cuidado”, les advertí. “Por algún motivo, nadie se ha puesto a vivir en este espacio, aunque todo el que llega se queda impresionado por el paisaje, el entorno, el silencio... Pero nadie ha logrado vivir aquí al menos por mucho tiempo”.

“Nosotros sí lo haremos”, contestaron casi al unísono convencidos de que su unión hacía más fuerza que cualquier fuerza de la naturaleza.

Allí los dejé y allí los encontraba cada día amontonando maderas, cañas, hojas de palmera y todo tipo de materiales útiles para su propósito. He de reconocer que cada día aquel espacio parecía cada vez más una casa, y cada día aquel proyecto se asentaba en aquel paraje como si hubiera esta allí instalado toda la vida.

Es cierto que hubo días de lluvia y viento, pero ambos parecían cada vez más y más convencidos de que no había lluvia que empapara su empeño ni viento que se llevaran sus ganas.

Casi habían terminado la fachada cuando un huracán arrancó el techo y derribó parte de la parte trasera de la casa. Allí me los encontré intentando recoger los restos que el huracán había dejado a su paso. Por fuera, la casa seguía teniendo ese aspecto de vivienda, si bien no se sabía con certeza si en ruina o en proceso de construcción. Pero también me encontré a los dos convencidos de que con un techo más fuerte y unas paredes más resistentes no habría huracán que los derrotara. Por tanto, dentro del dolor había mucha esperanza, “porque juntos no nos vamos a dejar vencer por un poco de viento”.

Utilizaron madera en lugar de palmas para el techo y clavos en vez de cuerdas, pero fueron entonces las altas mareas las que llegaron a golpear una y otra vez la fachada y los pilares del porche. No necesitó más que una horas para arrastrar la arena, dejar unos cimientos que contaban con más ilusión que hormigón al aire y arrastrar gran parte de la casa mar a dentro.

Los hallé sentados frente al mar, distanciados, ella sostenía una pintura que había arrebatado a la marea y él no encontraba dónde poner la vista. Esta vez no había restos que recoger. El mar se lo había llevado y punto. No lo esperaban, creían que habían pensado en todo, pero los detalles inesperados fueron fundamentales. No obstante decidieron que aún seguían juntos, y que eso era suficiente para intentarlo de nuevo.

Quizá fue él el que lo decidiera ya que ella no tenía tan claro que el sitio fuera tan bonito ni que su amor tuviera poderes sobrenaturales que les permitiera vivir en donde nadie lo había logrado, pero el argumento de “ya sabemos cómo, ya sabemos dónde”; el miedo a tener que buscar un nuevo lugar; y la pena de ver como la mar y el viento dejaba sin ilusiones a su pareja, la convencieron de seguir en el empeño.

Alejaron un poco más la casa de la orilla; utilizaron materiales más caros y mejores, pero menos rústicos y agradables al tacto y a la vista; utilizaron más piedra y menos madera; hicieron las ventanas más pequeñas y las puertas más estrechas y los muros más anchos; y cierto es que la casa resistió algunos vientos y las olas llegaron con menos fuerza, pero el no veía el mar desde el interior de la casa y ella no reconocía entre aquellas paredes el hogar que había soñado.

No hizo falta que la casa se la llevara el viento o el agua, bastó con que hicieran presencia las humedades y algún que otro desperfecto en la fachada para que ambos reconocieran que tampoco le apetecía vivir allí, en tierra de nadie, ni tan cerca del mar para disfrutarlo ni tan lejos como para no sufrir sus consecuencias.

La última vez que los vi él iba vestido de buzo y corría hacia la orilla, ella llevaba una mochila a la espalada y un billete para el Himalaya en el bolsillo. Ellos no se dieron cuenta de mi presencia: ninguno miró hacia atrás.

sábado, 14 de enero de 2012

Y el pelo que pierde

Comparto piso con Frida, una labradora blanca, espectacularmente buena, fiel, bonita como no hay otra, tranquila cuando hay que serlo, juguetona si está en espacios abiertos, nunca hace sus necesidades en lugares inadecuados, no hay que gritarle, acepta a todos y a todas como son, si se siente mal en un sitio sólo da la vuelta y se coloca en otro sin molestar a nadie y sin hacerse notar, exige el mínimo de mimos, acepta todos los cariños que le ofrezcas sin mala cara... Lo dicho: es la perra perfecta.

De hecho, nunca me defino como su dueño, porque no sé bien quién tiene a quien. Tampoco es mi perra, ya que, salvo raras excepciones, ella va suelta y se podría ir con quien quisiera, así que estamos juntos porque nos queremos así, sin condiciones.

Claro que como todos los seres, especialmente los humanos, tiene sus cosas. Muda pelo para hacer un colchón en pocas semanas, hay que dejarla salir a estirar las patas y a meter el hocico en todos los matos que encuentra en el parque, se para en todas las esquinas como si estuviera haciendo un tesis de olores en la ciudad, y algunas pocas cosas más.

Hay un montón de personas cercanas y no tan cercanas que reconocen los valores de Frida, incluso gente que le tiene miedo a los perros y que gracias a la paciencia de Frida lo han superado en parte o totalmente. Amigos que se ofrecen a quedarse con ella si yo tengo que viajar, niños que vienen a casa a buscarla para jugar con ella, vecinos que se ofrecen a pasearla o sacarla si yo no pudiera hacerlo... Es, y no por pasión de compañero de piso, un encanto.

Sin embargo, sé de personas que, reconociendo todos sus valores, no pueden evitar que le dé asco por la cantidad de pelo que pierde, o porque la chucha tiene que hacer sus necesidades, o porque camina a cuatro patas sin zapatos pisando toda la calle. O sea, simplemente no quieren tener cerca a un perro o a una perra, o a ningún animal, y no es porque sea o no Frida sino porque tenga los valores que tenga y sea lo buena que sea, al final, lo que condiciona su relación es que no le gustan los animales y punto. Y está bien. El mundo no tiene por qué tener que aceptar a Frida por ser de lo mejor que ha pasado por mi vida.

Cuento esto porque, en demasiadas ocasiones (para mi gusto), uno se encuentra con amigos y amigas que me cuentan lo maravillosas que son sus parejas, pero... “es que deja la ropa sobre la cama cuando se la quita”, “tiene el baño lleno de pinturas”, “no puedo llegar a ningún sitio puntual”, “sólo piensa en él/ella”, “nunca encuentra tiempo para estar conmigo”, “se pasa el día trabajando”.... Y uno les escucha y dice “y hay que ver el pelo que pierde Frida”.

Por lo general nadie entiende lo que les intento decir, y aunque uno lo explique, en la mayoría de las ocasiones se sigue pensando que el fallo está en que el otro o la otra no es capaz de adaptarse a lo obvio, olvidando que lo obvio es que Frida muda pelo y que lo que no les gusta son los animales.

martes, 10 de enero de 2012

jueves, 5 de enero de 2012

Volumen

Hace tiempo que vengo pensando en que nuestra actitud ante las cosas de la vida es una cuestión de volumenes. No como medida de audio sino de capacidad. Creo que por algún motivo -yo desconozco cuál- los seres vivos estamos dispuestos a aguantar cualquier cosa por incomprensible que sea, siempre que tengamos volumen para ello.

Por ejemplo: aspirar a un empleo determinado. Podemos pasar tres años sin salir de casa para preparar una oposición, o estamos dispuestos a tragar lo que nos echen para ascender a un puesto que nos apetece, o aguantamos un millón de sinsabores con tal de lograr un cargo que consideramos que merecemos haciendo lo que hacemos. Al final, si no lo logramos, no es cuestión de un año, seis meses, una década, es cuestión de si el cajón de "estudia", "traga" o "sin sabores" laborales es más amplio o más pequeño. De pronto, un día que no se diferencia en nada del anterior, decidimos que no, que ya no nos interesa.

Pasa lo mismo con las parejas. Podemos perdonar una o mil veces, intentar que las cosas funcionen diez o diez mil, pero careciendo de un argumento definido, claro, objetivo, un buen día o una buena tarde, decidimos que no más, que la historia se acabó ahí, en ese preciso momento en que la gota rebozó el vaso o, como se dice en mi tierra, llenamos la cachimba.

Con un amigo o una amiga, con quien hemos sido comprensivos hasta límites insospechados. De pronto, sin saber por qué, decidimos que nos tiene harto, decidimos que la vida nos llevó juntos hasta un punto, y no somos capaces de dar ni un paso más junto a él o ella. Y quizá por algo menos duro, cruel, comprensible que otras cuestiones que pasamos por alto o justificamos en su momento.

El perro que nunca ha mordido al niño que le tira todos los días del rabo, la planta que florece una vez más al borde de la carretera después de que la guagua le arranca por enésima vez las flores al pasar, la orca que siempre hizo caso a su cuidador...

Somos así. Funcionamos por volúmenes, y una vez que está lleno ese cajón no hay lágrimas ni recuerdos ni promesas que nos permita meter ni un solo elemento más, e intentarlo sólo consigue que la porquería rebose y manche lo poco que podemos salvar.

No sabemos el mecanismo, pero así funciona, y lo que es más curioso, así lo sentimos. No quiero estudiar más, no quiero seguir más con una persona, no quiero que me cuenten otra batalla para justificar algo que me ha dolido, no quiero que las cosas sean como han sido... Y ese sellado repentino del compartimento correspondiente no es explicable para nadie, siquiera para nosotros, pero se nos hace tan patente que es imposible abstraerse de él, y nos resulta tan, pero tan evidente, que no necesitamos ni buscar una justificación.

Claro que, como todo, tiene un problema, y es cuando en los volúmenes ajenos, somos nosotros los que dejamos caer la última gota, y entonces sí necesitamos que nos lo expliquen. Y menudo.