lunes, 26 de septiembre de 2011

Nunca, la víspera


-“Por favor, siéntese”,- le dijo el doctor nada más verle, tendiéndole la misma mano con que un instante después le señalaría una silla junto a la mesa de su despacho para que se acomodara. –“Es importante que sepa que la ciencia en estos momentos evoluciona muy rápidamente, por lo que todo lo que le voy a decir, en uno o dos meses puede estar anticuado”.

         El galeno paró su exposición y miró a los ojos Ramiro como si quisiera comprobar que lo había entendido. El sol se filtraba a través de unas cortinas blancas a la espalda del médico, confiriéndole un halo de casi profético.

         -“Los resultados de las pruebas no son los que esperábamos. De hecho son peores de lo que esperábamos. El tumor se ha extendido demasiado en muy poco tiempo y los médicos que estudiamos su caso no creemos que podamos pararlo, aunque no es imposible”.

         -“¿Cuánto tiempo me queda?”, -preguntó.

         -“Es difícil saberlo. Habrá que ver como responde al tratamiento y pensar que…”

         -“Vale”, -interrumpió Ramiro-, “pero por su experiencia: ¿Cuánto tiempo me queda?”

         -“No lo sé”, -dijo en oncólogo-. Quizá tres meses, cuatro… Quizá un año… Pero no es eso lo importante.

         -“Como que no es lo importante”, espetó al médico mirándolo con rabia. –“Joder es mi vida la que se va en tres meses o en un año, y tengo tantas cosas que hacer, tanto que vivir… con 49 años y es probable que no llegue ni al medio siglo”.

         -“Sé que es duro”, -explicó el doctor-, “pero no es usted el primero ni será el último, y mi experiencia dice que ahora en lo que debe centrarse es en el tratamiento y en poner de su parte para que tenga la mayor efectividad, y la actitud para ello es vital. No se venga abajo”.

         -“Joder, es fácil decir que no me venga abajo desde ese lado de la mesa, pero soy yo el que tendré que preguntarme cada día si será el último, y dentro de tres meses tendré que dar gracias a Dios o a los médicos por cada día más de vida”.

         Se produjo un corto silencio, Ramiro ordenando ideas y el galeno a la espera de cualquier reacción por parte del paciente.

         -“Por qué”, -dijo el enfermo- “Por qué este cáncer. Qué comí, o bebí. No como tan mal, más bien sano. Verdura, fruta, pescado blanco… Hago deporte, me cuido, no fumo… Qué hice mal”, -dijo en voz alta aunque no parecía esperar ninguna respuesta.

         -“Ramiro, no hay una razón. A veces es cierto que hay hábitos que facilitan el desarrollo de ciertas enfermedades, pero no tenerlos o tenerlos no aseguran ni una cosa ni otra”.

         Tras otro silencio, el paciente cedió a la situación y aceptó un calendario de tratamiento como única esperanza de que su vida se alargara.

         Mientras descendía el ascensor, pensó varias veces en el tiempo que le quedaba y cómo se lo iba a decir a su familia.

         -“Antes que nada haré un calendario con cosas que quiero hacer y que quiero ver. Quizá no diga nada hoy ni mañana. Cuando esté más tranquilo, más relajado se lo explicaré a mi mujer y a mis hijos. Carajo, y a mi padre esto le va a matar. ¿Y si buscara una segunda opinión? Tendré que dejar el gimnasio y el trabajo, ya explicaré que no podré ir hasta… Dios sabe cuándo”.

         Absorto en sus pensamientos estaba cuando llegó a la calle. Allí se planteó que quizá debería haber bebido menos con los colegas, o comer más moderadamente en los asaderos, quizá tenía que haberse preocupado más de su cuerpo para no llegar a esta situación. Pensó que no había vivido mal pero quizá debía haberse controlado más. También pensó que tenía cosas por hacer y que si hubiera pasado menos tiempo ante la tele y más con la familia conocería mejor a sus hijos. Pensó en cómo le gustaría terminar su vida, y le dio miedo tener que decidir si sería mejor mantenerse enchufado a una máquina tanto tiempo como fuera posible o si mejor, terminar cuanto antes”.

         No había dado una docena de pasos cuando su pie derecho pisó una bolsa de plástico corriente, su pie izquierdo se introdujo en las asillas y Ramiro cayó de frente contra el bordillo del parterre que tenía a escaso metro y medio, rompiéndose la nariz y el hueso frontal en cien pedazos.

         Nada se pudo hacer por él, siquiera pedir una segunda opinión.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Grave problema


Tengo un grave problema: Soy incapaz de recordar una cara, pero nunca olvido un cuerpo. Este desperfecto que se crea en algún nivel de mi corteza cerebral me lleva a situaciones complejas. Puedo pasar toda la noche hablando con un hombre o una mujer y no descubrir que les conozco hasta que se levantan. También estoy condenado a mirar antes a las caderas o al pecho que a los ojos.

            La cosa se complica en verano. La ropa de lino suelta, me impide reconocer a nadie, así que tengo que encontrar las excusas más peregrinas para poder tocar puntos estratégicos del cuerpo que me den las pautas para saber quién es.

            Claro que he intentado todos los trucos posibles para alcanzar el reconocimiento de las caras, desde identificarlos con frutas como Giuseppe Arcimboldo hasta dibujar caricaturas en mi mente, pero todo ha sido infructuoso, sólo tengo una solución al problema y es abrazar a todo el mundo, ya sea mi jefe o mi mujer, los vecinos o mis hijos, el obispo o el carnicero.

            Al final he descubierto que mi problema es sólo mío, a nadie incomoda realmente porque mi abrazo los hace a todos iguales. Eso no hay cara que lo niegue.

viernes, 16 de septiembre de 2011

No siempre, pero a veces

No siempre, pero a veces, las cosas salen como uno/a quiere. Imagina lo mejor, pondera las inquietudes, vigila los movimientos y apuesta todo al mismo número.


No siempre, pero a veces, va y gana.


El trabajo, la familia, los días en compañía, las noches en solitario, las victorias sobre nosotros mismos... En fin, casi todas las cosas de nuestra vida que es casi nada en la Historia del Ser Humano, han pasado un proceso en el que, de una u otra forma, hemos reflejado nuestro sentir, nuestras esperanzas, nuestras propuestas para la vida. Y está bien. Al fin y al cabo, no siempre, pero a veces las cosas salen tal y como esperamos.

Claro que lo jodido es cuando no sale, cuando nuestras esperanzas o proyectos naufragan en un mar que ni conocemos ni nos importa.

Esta es parte de nuestras miserias: Creemos que tenemos derecho a esperar resultados y nos olvidamos que también hay quien juega una liga en la que nosotros somos los que no siempre, pero a veces, no respondemos a las expectativas.

¡Maldito ombligo!

domingo, 11 de septiembre de 2011

Ley de la evolución


Nunca regresé de ningún lugar al que fui. Al menos, no volví siendo el mismo que había ido. Si retorné era otro distinto. El “yo” que partió sólo se parecía al que regresaba, pero no era el mismo.

         A veces era una cuestión de matices, quizá tan solo una arruga más, una cana descolocada por el viento, un toque de alegría en la mirada o una muesca más en el alma. Qué más da. Era otro aunque nadie lo notara. La mayoría de veces ni yo mismo.

         Por eso nunca era igual cuando volví a los lugares de mi infancia ni a los brazos que me acogieron ni a los labios que una vez amé. Los matices eran otros, grandes o pequeños, pero otros.

         Es como la primera vez que volví a la vieja casa en la que pasé mis primeros años de vida. Recordé el día que pusieron la mirilla, y que cuando tocaban en la puerta, yo corría para agarrarme al manillar con una mano y con la otra a sus salientes, trepar por ellos y ver lo que había al otro lado.

         Unos años más tarde regresé para comprobar que para asomarme al “otro lado” tenía que agacharme,  que la curiosidad por mirar el mundo a través de esa mirilla había desaparecido y que el cristal estaba mucho más turbio de lo que recordaba.

         Pasó lo mismo con compañeros. Personas que fueron vitales en tu adolescencia y con los que hoy no te une nada más que desearles la mejor de las suertes.

         Visto de esta manera, ahora sé que no hubo posibilidad de reencontrarme con amores tan solo unas horas después de romper la relación, porque bastaba el hecho en sí de la separación para marcar tantas diferencias que cualquier reconciliación se hacía imposible.

         Trabajo, familia, locales de copas, comidas, países… A ningún sitio regresé siendo el mismo y casi siempre creí que lo que había cambiado era el resto del mundo.

         Tardé tiempo en aprenderlo, y casi el doble en reconocer que tampoco el mundo era igual a como yo lo había percibido.

         Yo entonces no lo sabía, pero aquella mirilla que instalaron en una vieja casa de Teror me había enseñado una lección para la vida: “Cuando regresas a un lugar (físico o espiritual) nada es igual a lo que recuerdas”.

         Supongo que si somos capaces de asumir ese cambio, si regresamos a los sitios debemos hacerlo como si fueran completamente nuevo, y recordar que nada que no evoluciona junto a uno tiene que ver con lo que fue. Quizá eso me habría llevado a volver a reencontrarme con amigos, con amores, con lugares y con la mirilla que me enseñó a ver el mundo.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Efímero éxito


Decidí abandonar el barco sin bote ni salvavidas. A todas luces era una locura y sin embargo lo hice convencido de que no dejaría de hacerlo por miedo. Tenía que probar que era capaz de alcanzar la orilla, o quizá que Dios en algún momento antes de mi último aliento, mostraría su existencia y su preferencia por mí.

            Convencido salté por la borda y renuncié a la seguridad de la nave. La mar estaba tranquila y la poca corriente que había era a favor. Respiré hondo, volví a sumergirme y salí a flote dando brazadas. No volví la cabeza. Miré a tierra y me concentré en la respiración y en el ritmo. Si alguien podía hacerlo era yo y ese era el día.

            Nadé y nadé sin pensar en nada que no fuera el objetivo. “Ni cansancio ni dolor. Controla la respiración”, me dije una y otra vez sin mirar la orilla durante la primera hora. Fue precisamente buscar tierra de reojo la primera señal de debilidad. Intentaba mover los brazos con la agilidad del principio, pero era imposible. Cada brazada era mucho más costosa que la anterior, y ya el brazo no atacaba el agua, caía sobre ella. Y aún así estaba convencido de que podría llegar y no miré hacia el barco para ponderar mis fuerzas.

            “Mantente a flote y sigue. Sigue. SIGUE!”, me decía mientras respiraba acompasadamente.

            De pronto el abismo se podía vislumbrar, y el canto de algunos pájaros comenzó a oírse como dando la bienvenida, como si esperaran la llegada. No podía decepcionar a mi público.

            Seguí dando brazadas hasta que el movimiento del agua comenzó a remover la arena del fondo. Recuerdo que pensé que debía seguir hasta tocar tierra con las manos. Agotado como estaba, si paraba y no hacía pie moriría ahogado en la orilla.

            Logré ponerme de rodillas dentro del agua. El vaivén de una mar tranquila me mecía a su merced. Lograba impulsarme poco a poco aprovechando que la gravedad pierde parte de su efectividad en el agua.

            Los últimos metros los hice a gatas, arrastrando las piernas y apoyándome sobre los puños. Caí de poca sobre la arena húmeda y antes de quedarme dormido sólo pensé: “¡Lo conseguí!”.

            Al despertar me di la vuelta. Sentí de nuevo el arrullo del mar y la humedad de la arena. Allí estaba. Lo había conseguido. Sólo yo podía presumir de haberlo hecho.

            Perdido en esos pensamientos estaba cuando se filtró uno inesperado. ¿Qué hago yo aquí? Y abrió la puerta a muchos otros: ¿Qué isla es ésta? ¿Por qué no me pensé las cosas un poquito? ¿Por qué no estoy en mi velero si es donde deseo estar? ¿Como coño vuelvo ahora al barco?