viernes, 20 de septiembre de 2013

Una de piratas

Todos y todas deberíamos tener un pasado bucanero al que regresar cuando sentimos que la armada del mundo aprovisiona pólvora para limpiar los mares de quienes se sienten sin patria. Cada uno (o una) debería tener una isla perdida de Dios y de los mapas, con una playa de arena blanca en la que poner pie a tierra con la certeza de que no hay amenaza más allá que el olvido, con una caleta a la que cualquier navío tenga querencia y dibuje su reflejo al atardecer sobre mansas aguas.

Pero cuando uno (o una) es pirata, sabe que esa isla es sólo de paso, la calma que precede a la tempestad, porque ningún Barba Negra ni ningún Capitán Garfio ni siquiera Jack Sparrow, quisieran morir en semejante paraíso. Sus cicatrices en el pecho, sus aretes en las orejas, su pata de palo y sus tesoros escondidos les recuerdan que antes que sentarse a esperar la muerte es preferible salir a su encuentro.

Así que con "diez cañones por banda" y con "viento en popa a toda vela", enarbolan dos tibias y una calavera anunciando que no ha sido una retirada, sino el paso previo que le permite volver al mar, listo para el naufragio pero, sobre todo, listo para dar guerra, para abordar, para mancharse de sangre propia y ajena, y sentir que el viento trae el olor de la pólvora de sus enemigos y el de el temor de quienes naufragan en tierra firme.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Álvaro y Káiser

Desde que enfermó su perro, le era imposible sacarse de la cabeza la idea de que un día llegaría a casa y se lo encontraría muerto.

"Le pueden quedar unos cuantos meses o unas pocas semanas", le había comentado la veterinaria. Algo que había comido de la calle, alguna enfermedad extraña que no merecía la pena indagar, la edad... El caso es que después de 13 años compartiendo la vida, Káiser había tocado fondo.

Káiser era un gran danés azul, de más de un metro de altura hasta la barbilla y de unos 95 kilos de peso. Pero no siempre fue así. Recordaba su dueño el día que se lo regalaron.

-"Álvaro", le dijo un amigo por teléfono, "¿tú que eres medio ecologista, no conocerás a alguien que quiera un perro?".
-"¿Qué raza?", preguntó él.
-"Un gran danés. Se lo regalé a mi hija que estaba loca por uno, pero mi mujer al ver en internet lo que come y lo que miden estos bichos, ha dicho que el perro o ella, y no veas cuando la chiquilla discutía que se quedaba el perro cómo se ha puesto. Nada, que o me deshago del perro hoy o me cuesta el divorcio".

En zapatillas salió de la casa para recoger al perro y tratar de buscarle un dueño apropiado. Hizo algunas llamadas por el camino. "Si me lo dices hace unas semanas... Acabo de comprar un perro"; "carajo, es un perro muy grande, cuando crezca..."; "tú quieres que mi marido me mate"; " mi hijo es asmático, por eso no tenemos perros"... Fueron las respuestas que fue recibiendo a medida que iba avanzando en la agenda.

Finalmente tuvo que volver a casa con una bolsa de comida, un collar, una correa y algún juguete en una mano y al perrito en la otra. Al cogerlo, el dejó caer las patas traseras a ambos lados de la muñeca y apoyó la cabeza sobre las delanteras, que recogió entre el índice y el meñique.

Al llegar a casa Kaiser seguía durmiendo.

-"Qué hago ahora contigo", le preguntó Álvaro sin esperar respuesta, pero el chucho levantó la cabeza, le miró y volvió a apoyarla, como si le fuera a contestar pero se hubiese arrepentido a última hora.

Desde entonces hasta ahora las cosas no habían cambiado demasiado. Era cierto que hacía tiempo que no había manera de levantarlo del suelo, pero seguía durmiendo en el mismo lugar que eligió hacía 13 años, mantenía la mirada de quien se calla las respuestas para que uno solito las descubra y seguía a su dueño como si fuera un apéndice.

Ambos habían perdido algo de peso. Uno por la enfermedad y, el otro, porque había perdido el apetito. Así que para cenar abrió la nevera y sacó una tarrina de helado. Al principio pensó en prepararse un pan con jamón serrano salpicado con un poquito de aceite, pero sabía que a su compañero de piso le gustaba lamer el envase de helado cuando él terminaba.

Se sentó en el suelo apoyando la espalda en el sofá. Káiser se tumbó a su lado y estiró el cuello para ver cuánto helado quedaba.

Mientras veía el informativo, Álvaro decidió que no iba a esperar simplemente a verlo morir. Así que en cuanto terminó de comer (dejó algo para que le quedara más que lo pegado al envase y que tanto le gustaba lamer a Káiser), mandó un e-mail a su jefe pidiéndole los días de vacaciones que le correspondían y buscó por internet una casa rural cerca del mar a la que irse los dos a pasar esos días.

No era un perro que se metiera en el agua, pero disfrutaba corriendo por la orilla salpicando y lanzando arena tras de sí. Cuando se cansaba, se echaba sobre la arena mojada y miraba al horizonte como si esperara la llegada de algún pariente emigante. El contraluz que formaba con el cielo dejaba a Álvaro embelesado, y como si el perro lo supiera, de pronto se daba la vuelta y corría a lamerle la cara y a llenarle la toalla de arena. Con su peso y su tamaño, era imposible pararlo, así que lo único que se podía hacer era esperar a que se le pasara el rapto de cariño.

"Para lo que le queda", pesó Álvaro, "que coma lo que le apetezca", así que compró chuletas para los dos, helado para los dos, queso para los dos y agua para los dos. Un hueso enorme de vaca que pidió al carnicero para Káiser y cerveza, vino y una botella de ron Zacapa para él.

A los pocos días de estar, Káiser dejó de comer chuletas y abandonó el hueso. Sólo conseguía alzar la cabeza para lamer algo de helado y las manos de su dueño.

Cuando llegó el momento de desalojar la casa, la señora de la limpieza se encontró a ambos en el suelo, él con la espalda en el sofá, Káiser tumbado con la cabeza sobre su muslo y una tarrina de helado de Hacendado derretida a su lado.

Las autopsias detectaron que ninguno murió de muerte natural. Ambos lo hicieron de pena. Álvaro primero y Káiser, como siempre, lo siguió allá a donde fuera.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Difícil de olvidar

Desde el minuto uno ya sabía que aquel no iba a ser un buen día.

Como si se tratara de un aviso a navegantes, pasados unos segundo de las 00.00 horas de la fecha en cuestión, la televisión dio un pequeño quejido en forma de cortocircuito y se apagó. "Ya te dije yo que la tele estaba haciendo cosas raras", me dijo ella, "pero tú, como siempre, como si hablara con las paredes. Ahora estarás un mes para llevarla a reparar y otro mes para recogerla", me espetó.

La verdad es que no podía contradecirla. Lo había dicho, como lo había dicho de la lavadora, la nevera, el grifo del baño y también sobre el de la cocina, del vecino de arriba, de la vecina de enfrente... Era difícil que algo saliera mal sin que ella no lo hubiese anunciado. Daba igual que fuera una catástrofe natural o un error humano de dimensiones desorbitadas o nimiedad entre las nimiedades.

"La energía nuclear nos va a causar un disgusto", decía, pero también lo decía de los coches, de los móviles, del cine, del teatro, de los periódicos, del progreso, de la medicina, de los impuestos, del gobierno entrante y del saliente de cualquier país, de los bancos, de los medianos inversores, de los estudiantes, de los militares... En fin, no había nada en este mundo que no tuviera su profecía.

Claro que ella jugaba sobre seguro. Primero, porque lo malo siempre estaba por pasar y sólo si ocurría podía confirmarse. Por ejemplo, se inauguraba una tienda. "Este negocio terminará cerrando", era el vaticinio. Si a los dos años no había cerrado y alguien se lo recordaba, la respuesta era, "ya veremos si tengo razón. ¿No lo ves?". Cuando tras la muerte de los propietarios, unas décadas después los herederos traspasaban el negocio, allí estaba ella para decir eso de: "¿Te lo dije o no te lo dije?".

Por otra parte, eran tantos los augurios, que cualquier cosa negativa que pasara era prácticamente imposible discernir si ella lo había anunciado o se le había pasado.

Así que aquel día comenzamos con la tele, pero le siguió la luz del dormitorio que se fundió tras cuatro años y unos meses de uso -"ya te dije cuando compraste esos bombillos, que no eran buenos"-, y con la mesilla de noche cuando me quedé con el pomo del cajón en la mano -"si ya lo sabía yo que te iban a engañar en aquella tienda"-, y con el despertador cuando al ponerlo en hora se me cayó al suelo y se convirtió en un desmontable imposible de montar -"si es que haciendo las cosas como las haces ya te había dicho que ibas a romperlo"-.

Quise creer que sólo era un mal final para un día y ame dormí cuanto antes. Pero al despertar la mala fortuna también lo hizo junto con toda la retahíla de profecías siniestras. La cafetera se rompió, el pan para las tostadas presentaba moho, con la noche que tuvimos no nos acordamos del cambio de hora y por lo tanto íbamos una hora tarde a todo, el perro del vecino se había meado en el felpudo y, nada más arrancar el coche y ponerlo en marcha, por algún motivo desconocido, se inflaron los airbag, provocando que me fuera de frente contra la valla de la rampa del garaje, partiéndola y cayendo a la planta inferior, destrozando mi Volvo y los dos coches sobre los que caer y que, probablemente, me salvaron la vida.

Salí por mi pié, llamé por teléfono al trabajo y conté lo sucedido antes de que dos enfermeros me metieran en la ambulancia que el encargado del aparcamiento había mandado llamar.

-"¿Avisamos a alguien? ¿A su mujer?", preguntaron. "
-"A mi mujer no hace falta que seguro que ya lo sabe",
contesté yo asustado de que ella apareciera allí y comenzara a hacer apología de sus advertencia y augurios, y convencido como estaba de que mi señora en algún momento me habría anunciado una caída sobre los coches de los vecinos provocado por el salto sin motivo aparente de los airbag, a lo que le añadiría sus advertencias sobre cafeteras, la necesidad de cambiar el horario de verano y de dar un escarmiento al perro del vecino y al vecino por dejarlo mear en el felpudo, y no sé cuantas cosas más que iban a pasar o ya habían pasado.

Así que llegué más nervioso al hospital pensando en que mi mujer se presentara allí que por mi estado de salud. Así que negué cualquier relación que no fuera con mi madre o mis hermanos, y falseé la dirección de mi vivienda y el teléfono fijo.

 A medida que pasaban las horas y los días, mi recuperación se iba haciendo cada vez más evidente, pero nadie se explicaba aquellas subidas de tensión extraordinarias, aunque yo sabía que se trataba del estado de estrés al que estaba sometido pensando en que mi mujer aparecería en cualquier momento como la reencarnación de Casandra de Troya por la puerta e la habitación.

Tan pronto me dieron el alta me escondí en casa de un hermano, hasta que encontré un lugar dónde vivir y allí me instalé hasta ahora. De eso hace ya más de siete años.

He oído que cuenta que ella ya había dicho que un día yo me iba a ir de casa y que ni siquiera me despediría, y también había anunciado que con tal de no compartir el coche, yo terminaría por tirarlo por cualquier sitio y cosas así.

Pero la verdad es que, después de tanto tiempo, después de valorar las cosas que he ganado y que he perdido, tengo que reconocer que sigo echándole de menos, que es verdad que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde, que más vale malo conocido que bueno por conocer. ¡Ah, cómo he echado de menos ese Volvo!