Fumando espero


La conocí en plena guerra contra el tabaco. El gobierno había emprendido una lucha sin cuartel contra los fumadores, la policía perseguía a los infractores y ella, a sus 18 años recién cumplidos, trabajaba por las noches promocionando una conocida marca de cigarrillos.

         Yo, no sólo apoyaba las restrictivas medidas gubernamentales sino que, además, me había convertido en un activo militante en la lucha contra el tabaquismo y a favor de la protección de los no fumadores en todos los espacios.

         Ella estaba iluminada por un plasma de treinta y tantas pulgadas y el mundo, por su sonrisa.

         Ni en el Prado ni en la National Gallery ni en Florencia ni en la Amazonía, nada había en este mundo ni en otro que contuviera tanta belleza, nada ni nadie que yo conociera podía recoger en sus ojos todos los atardeceres que vi; en su sonrisa, todas las alegrías que tuve y pude tener; en su pelo, todas las noches que recuerdo y las que he olvidado. Nada ni nadie que yo conociera, pero ella sí.

         A las cinco de la mañana, en el servicio se cambió su camiseta ajustada por una sudadera; sus pantalones de licra, por un chándal; sus botas de tacón, por unas playeras a juego con la sudadera, y salió del local llevándose consigo el mostrador, la mercancía, la pantalla de treinta y tantas pulgadas y todas las noches, los atardeceres y las alegrías.

         Si alguien lee esto no crea que fue amor a primera vista. De alguna manera ella debía estar en mí desde el momento de mi gestación, debió crecer conmigo escondida en algún lugar del alma o del corazón. Por eso no fue amor a primera vista, fue un descubrimiento, fue el encuentro con algo que estaba sin saberlo, fue la llegada de quien no necesita presentación. No, no fue amor a primera vista.

         Aunque la busqué durante meses, nunca más la vi, si bien alguien me dijo que se llamaba Angélica y yo me lo creí (no podía llamarse de otra forma).

         Hoy, veinte años después, soy un fumador empedernido. El cáncer va ganando la batalla a mis pulmones. Nadie entiende por qué no lo he dejado. Nadie sabe que en cada calada, con cada bocanada de humo, sus ojos se me aparecen y su sonrisa calma el insufrible dolor. Y vuelvo ser feliz.

         Yo, al fin, seré libre en unos pocos días, aseguran los médicos, pero antes de morir quiero dejar estas líneas por si algún día ella las encontrara y quisiera imprimirlo en un papelillo, liar un cigarro y fumárselo, así yo también sería humo y podría entrar en ella. Y quedarme.